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LIBROS

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"Escena final"

El Taller Blanco Ediciones, 2023.

Nada tan arduo como hacerle lugar a la pérdida. Nada tan difícil: de los oficios de la palabra, el más cruento. Pero precisamente esto hace Escena final, traza los límites de ese espacio, un escenario donde asistimos al momento en que un hijo es testigo de la muerte de su padre. Libro de duelo en ambos sentidos, pues entraña carencia y pugna en partes iguales, en él Roberto A. Cabrera nombra la pérdida con exactitud descarnada. Sus palabras tantean obsesivamente el borde de lo decible, se ejercitan con lucidez en esa frontera, para dejarnos al menos esto: un atisbo de ese abismo árido, la desaparición de lo que hemos amado. 

 

ADALBER SALAS HERNÁNDEZ

 

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Como una palabra que no se comprende. Cruza ahora la calle. Gime. Habla. Hay dolor, no palabras. La boca se lamenta. No hay calle. Tus huesos o las palabras o las sombras. Esta extrañeza que es un lugar vacío, que es nada, que es dolor, ciertamente, que es un silencio que se cierra. Tú estás a un lado de la calle. Es de noche. No puedes dar un paso. Renuncias. Porque es de noche. Porque eres una sombra desnuda en la noche. Porque las palabras se ahogaron. Se ahogan. Y es de noche. Lo has dicho. No reconoces la calle. Que está vacía. En silencio. Sientes que estás como ante una puerta que no puedes abrir. Y no sabes si hay luz tras la puerta.

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"Bajo el sol de los muertos"

Ed. Pre-Textos, Valencia, 2019.

Bajo el sol de los muertos es una novela collage que se inserta en la tradición de las novelas de aprendizaje y en la que se entrelazan y confluyen líneas narrativas, espacios y tiempos diversos. Se trata de la narración de un viaje doble: mientras regresa de su trabajo a su casa, el protagonista emprende un viaje interior que ilumina, de un modo implacable, la trayectoria entera de su vida, desde las heridas de su infancia hasta su primera juventud.

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EL PROFESOR Elías C., a quien se le había enmarañado su explicación del concepto aristotélico de virtud, explicación que sin embargo sus alumnos fingían atender por desidia o por cortesía no desprovista de indiferencia, dio por concluida la clase tan pronto sonó el timbre. Era la última clase del día y la veintena escasa de alumnos se apresuró a recoger carpetas y mochilas y a desvanecerse entre palabras ininteligibles. Pronto quedó a solas y pudo ordenar con calma sus papeles. No olvidó anotar en un cuadernillo el punto en que se había interrumpido su lección y al colocarlo todo en su cartera recordó que debía apresurarse. El aula se hallaba en la segunda planta del pabellón más alejado del complejo escolar. Había que cerrar, bajar las escaleras y entregar la llave al conserje, quien invariablemente lo aguardaba en el vestíbulo desierto. Tras despedirse, y no sin antes percibir en las palabras habituales del conserje un tono deliberadamente oscurecido cuyo verdadero significado nunca acertaba a sorprender, salió del pabellón y, con urgencia, se aprestó a bajar las escaleras que daban a una terraza desde la que descendía un nuevo tramo de escaleras. Rodeó el módulo de talleres y al doblar la esquina comprobó aliviado que no habían cerrado la puerta de acceso al edificio principal. Con todo, aún restaba medio centenar de metros pero le era posible avisar, en caso necesario, de su presencia rezagada. “Como un buque”, solía pensar en este punto. “Como un buque que naufraga. Así abandonan las ratas el barco que se hunde ya sin remedio”. Y a continuación se arrepentía de sus palabras, como si alguien las hubiera oído y debiera ensayar una disculpa. La metáfora de las ratas, aplicada a sus alumnos, era cuando menos, y sin que pudiera decidirse por la palabra justa, inapropiada o inmerecida. Pero cuando destinaba la metáfora a sus colegas un inequívoco silencio se atrincheraba en su mente. Percibía cómo cierta deriva involuntaria se adueñaba del curso de sus pensamientos, que se adentraban en regiones más elevadas desde las que era posible contemplar cómo el naufragio se degradaba, transformándose en un episodio insignificante, cuya óptica volvía invisibles las ratas y reducía despiadadamente el barco a un punto inapreciable en la vastedad del océano. [...]

"Interregno. Pasión e instante en la vida de Humberto Laredo, fotógrafo"

 

Editorial Trifolium, 2017.

 

Humberto Laredo trabaja como fotógrafo en un periódico de provincias. Insatisfecho, arrastra sus días dividido entre la nostalgia de una mujer que lo abandonó hace tres años y su actual pareja, Natividad, mujer de una bondadosa estupidez que, tras perder su trabajo de maestra, se mudará con su hija al piso de Humberto.
Novela corta, irreverente, sátira despiadada de los submundos del periodismo en provincias. La vida de Humberto es un cúmulo absurdo de episodios bajo el signo de la insatisfacción que impulsa al protagonista a una constante huida hacia ninguna parte.


 

 

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El hombre se acerca al espejo. Es un hombre de unos treinta años. Acaba de levantarse. Viste una camiseta blanca y calzoncillos. Está descalzo. Se lava la cara y tras secarse se contempla en el espejo. El hombre ve un rostro abotargado, de barba corta y ojos arruinados por un sueño indócil. La mirada, según admite él mismo con una generosidad que lo hace casi simpático, raya la imbecilidad. Añadamos que la expresión es reticente, desdeñosa, escéptica. La lamparilla del espejo arroja sobre nuestro hombre una luz inmisericorde, reveladora a fuerza de hostil. Y la víctima de esa luz se propone, como cada mañana, sustituir la bombilla por otra de menor intensidad. Sabe con certeza que a la mañana siguiente desgranará idénticos propósitos que se prometerá cumplir otro día. Porque nuestro hombre, y adelantamos aquí unas oportunas notas de psicología que nadie ha pedido, es un hombre de alma tendente al descuido, a una dejadez inconsecuente. Con esto decimos que nuestro hombre, si bien cabe declararlo un campeón de la desidia y aun de la indolencia, al propio tiempo no escatima muestras de ser un espíritu puntilloso, desquiciadamente metódico; y obsesivo, por añadidura. Cómo se complementan estos rasgos antagónicos en nuestro hombre es cosa difícil de explicar. Nos disponemos a sumarnos a la mirada que él mismo dirige al reflejo de su cara en el espejo. Y comprobamos, con él, que los rasgos del alma, por muy antagónicos que sean, acaban por componer, bien que mal, un semblante, una mirada, una mueca en los labios, la más sincera de las máscaras: la que nos devuelve nuestro rostro ante el espejo a primera hora de la mañana, justo al despertarnos, en camiseta y calzoncillos, y los pies descalzos.

El hombre lanza un estornudo. Queda con la cabeza inclinada, los hombros encogidos. Eleva el rostro y contempla en el espejo la siguiente secuencia: las cejas, que se alzan; los ojos, que se le enturbian; los labios, que se le abren con un temblor que llena los pulmones a tiempo de soltar otro estornudo, el segundo. El hombre queda abatido, la cabeza gacha. Vuelve a estornudar. Al tercer estornudo le sigue un cuarto. Y un quinto. Y un sexto. Entonces se le concede una tregua, que aprovecha para mirarse en el espejo. Ecce homo. (...)

 

"La estación extraviada"
 

Ed. Artemisa, Tenerife, 2007.

 

Relato o novela corta en la que el protagonista, al presenciar la exhumación de los restos mortales de un tío suyo fallecido de cáncer cinco años atrás, evoca su memoria y descubre hasta qué punto dicha memoria está enlazada con la de la infancia y la adolescencia del protagonista-narrador.

 

 

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EL CEMENTERIO MUNICIPAL de S. se eleva sobre la pendiente de una colina a las afueras de la ciudad. Es un cementerio moderno, de amplios paseos circulares y edificaciones de hormigón, semejantes a grandes bloques de viviendas, sobre cuyas paredes se alzan los nichos con la exacta regularidad de un panal. Los muertos han perdido en estos cementerios el venerable privilegio de ser sepultados bajo tierra. En lugar de ello, se les introduce en nichos, donde sus cuerpos sufrirán de manera invariable los rigores de una putrefacción que no nutrirá la tierra. Algunos muertos reciben sepultura en nichos asoleados, donde se deshidratan con cierta prontitud. Al cabo de cinco años los familiares atestiguarán la exhumación de una momia de hombros encogidos, cabeza ladeada y mandíbula abierta. Otros descansan en nichos sombríos, donde la humedad acelera la corrupción y disuelve el cuerpo en una mezcolanza de vísceras y líquidos. Una nube permanente de insectos revolotea ante la lápida y se atropellan buscando las grietas, por donde se expele un olor nauseabundo. Tras unas semanas los insectos y el hedor se desvanecen. Cinco años después, los familiares presenciarán una caja deshecha que contendrá unos montículos de aspecto terroso entre los que podrá adivinarse algún que otro huesecillo renegrido y un cráneo sin mandíbula. [...]

"Fábulas", seguido de "Sueños, claridades, enigmas"

 

Tenerife, 2007.

 

Libro-objeto con prosas inspiradas en piezas escultóricas de Román Hernández, a modo de lecturas libres, satíricas e irreverentes. La edición, no venal, formó parte de un proyecto de exposición en las islas de La Palma y Tenerife en 2007.

 

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SUEÑO DE ANATOMISTA FABULADOR Y ENIGMA DEL HUESECILLO

Iluminado dictaba una lección ante medio centenar de alumnos que en sus cuadernos apuntaban palabras que no eran las mías. Y para probarlo guardé silencio durante seis minutos, durante los cuales continuaron ellos, los aplicados, garabateando en sus cuadernos palabras ajenas. Quise yo despreciar aquella insumisión anotando aquí y allá algunas marginalidades que nadie habría de atender. Luego descendí de la cátedra y recorrí los pupitres con aire grave de profesor en día de examen. Deseaba sorprender, sin ser notado, alguna de las líneas que afanosos escribían en silencio pero no acertaba a comprender por qué las hojas estaban en blanco ni por qué escribían ellos con bolígrafos sin tinta. Atribulado, regresé, con las manos en los bolsillos, a mi desolada cátedra. Al volverme, hallé un aulario con aspecto de salón de baile, donde se hacinaban cientos de criaturas dominicales trajeadas de fiesta. Una voz de vidrio me reveló el significado de aquella transformación, que no acerté a comprender. Al salir del baile ejecuté una torpe contradanza que alguien pudo observar y al extraer mi mano izquierda del bolsillo descubrí que sostenía una llave con aspecto de fémur de gorrión con la que pude abrir una puerta acristalada. Tras la puerta hallé una amplia sala repleta de alumnos que me aguardaban respetuosamente en pie alrededor de una mesa de operaciones. Sobre la mesa descansaba el cadáver desnudo de un hombre.

"Disgregario"

 

Colección Asphodel, La Esperanza, 2002.

 

Libro inclasificable por su decidida voluntad de violentar los márgenes convencionales que separan los géneros. A medias diario, micro-narraciones, aforismos y prosa poética, la línea narrativa nos muestra el vacío de una joven maestra y su amor frustrado por otra mujer.

 

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CIFRAR el rostro. Ocultarlo bajo signos. Enturbiar su proximidad.

 

La palidez del mundo desconcierta. Sobre el cuerpo, las sábanas, su blancor hiriente, como de mortaja nueva. Piensas: así ha de cubrirse el mundo.

Has despertado. La mañana ilumina tu rostro. Se levanta indefinida, distante. Cerrar los ojos. Negar la luz, inútilmente. Entonces piensas en el despertar, en su gracia animal, espontánea. Y piensas lo que debiera vivirse: despertar, sí, pero con la sencillez de un pájaro cuando despierta y alza el vuelo. Simplicidad irreflexiva de lo que vive. Pero tú piensas el acto de despertar, y con torpeza despiertas, con la misma ineptitud para la sencillez con que vives. O te alimentas. O sueñas.

 

Te contemplas en el espejo. Sonríes. Quién responde.

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